01 Jun 2021
En ocasiones vivencias muy desagradables desencadenan grandes aprendizajes

 

En 1971 el mundo era muy diferente al de hoy, y yo más joven. El movimiento hippie estaba en su apogeo en Europa. Hacía tres años del asesinato de Martin Luther King. Aún faltaban cuatro para que EEUU diera por perdida su guerra en Vietnam del Norte, que duró veinte años.

Los que no vivieron aquella época de cambios profundos, que se inicia a finales de los sesenta, al menos los habrán conocido a través de la amplia producción de películas, libros, etc.  Aunque no es lo mismo la vivencia que el conocimiento indirecto, como muestra la gran escena de la excelente película El indomable Will Hunting, que acompaña este artículo para resaltar esa distinción.

Yo, como otros tantos, estaba profundamente en contra de hacer el servicio militar, que era obligatorio. Sin embargo cambié mi decisión por la cobardía de enfrentarme a la correspondiente pena de cárcel (tres años). Treinta años después se legalizaría la objeción de conciencia.

 

La vivencia desagradable

Uno de las principales vivencias de toda mi vida la viviría en el segundo período de mi milicia universitaria. En el verano del ´72.

De vuelta al campamento, un domingo por la noche del mes de agosto, obviamente con mucho sueño por haber exprimido el permiso de fin de semana, me acuesto y no tardo ni cuatro segundos en perder el conocimiento.

A las once de esa noche me despierta un toque de trompeta desconocido que la megafonía traduce por ¡¡generala con marcha táctica!!

Eso sí lo habíamos estudiado. Generala es un toque que significa alerta máxima ante una gran e inminente amenaza (supuesta en este caso). Hay que vestirse y coger todo el equipo y armamento. Urgentemente. La marcha táctica supone un desplazamiento fuera del campamento, caminando, los que éramos de infantería. Pisa-hormigas nos llamaban los de artillería.

Hasta aquí solo nos pareció una gran p _ _ _ _ _ para estropearnos las mieles del fin de semana, pero lo que no sabíamos es que estaríamos caminando -descansando diez minutos cada hora- toda la noche, la mañana siguiente y la tarde, hasta las cuatro y media que entraríamos de vuelta en el campamento. Diecisiete horas por carreteras y campo a través, subiendo y bajando montes. Unos cuantos camiones cerraban la columna, recogiendo a los que tenían más destrozados los pies por las ampollas, a los desmayados, a los que sufrieron teleles, etc.

El nivel de la indignación y rabia fue in-crescendo durante la durísima marcha. La presión era cada vez menos soportable  conforme nos esforzábamos en reprimirlas para evitar los correspondientes castigos.

Andar tanto tiempo con el exceso de peso que supone el equipamiento y el armamento reglamentario en el mes de agosto fue el reto físico, y emocional, más grande que habíamos vivido la mayoría de los que allí estábamos.

Pero la guinda inesperada, esa famosa gota que colma el vaso, llegó a la entrada al campamento, a las cuatro y media de la tarde. Cuando ya estábamos a unos pocos cientos de metros de nuestras tiendas de campaña se nos ordena el alto y… ¡que arreglemos nuestro aspecto para desfilar en el estadio, delante de las autoridades, manteniendo el cuerpo erguido y con aire marcial!

Difícil arreglar caras y cuerpos desencajados, uniformes empapados y descoloridos por el polvo. Y sobre todo los pies, doloridos, escocidos y chamuscados por las ampollas, y ensangrentados con los calcetines pegados. Y una actitud muy, muy, muy negativa.

No olvidaré ese momento, como tampoco la llegada, ¡por fin!, a las tiendas de campaña. Cómo se desplomaron nuestros cuerpos en el suelo a la entrada de la tienda -ni siquiera tuvimos fuerzas para llegar a las colchonetas, a dos metros- y cómo se oyeron en todo el campamento, durante largo tiempo, los gritos de rabia e indignación de todo el campamento dirigidos al mando, por el dolor de nuestros cuerpos y espíritus.

El mando -ahora creo que con buen criterio- toleró aquella sonora vía de escape, y no la reprimió.

Recuerdo que durante el resto de la tarde, conforme nos íbamos recuperando, fuimos a ducharnos -el mejor momento de cada día-, y unos pocos tuvimos fuerza para ir al barracón a cenar esa noche porque permitieron ir con chanclas.

 

El (gran) aprendizaje

Al cabo de varios meses, ya de civil, los que tardé en digerir la indignación y la rabia, fui capaz de descubrir el lado positivo que tiene cualquier acontecimiento, incluso el peor que me había sucedido en mis primeros veintidós años.

Aprendí que los límites de mi capacidad física y emocional eran mucho más amplios de los que podría imaginar. Sentí una enorme satisfacción al descubrir que era más poderoso -éste es un término que aprendería algunas décadas después-, porque ahora podía hacer y soportar acciones, y niveles de resistencia emocional, que desconocía que me fueran posibles.

Yo nunca habría llevado, con mi propia voluntad, ese evento hasta esos límites. Y, por tanto, hubiera creído que mis capacidades eran inferiores.

A partir de aquel momento mi conciencia, acerca de lo que podría hacer y llegar a ser, aumentó significativamente (auto-eficacia y auto-confianza).

 

No sabemos cómo es la realidad

No podemos saber cómo es la realidad, sino solo cómo la interpretamos.

Porque cada uno de nosotros observamos lo que sucede, e incluso lo enjuiciamos, con unos “ojos y gafas distintas”. Unos ojos que no ven lo mismo, sino que prestan la atención a diferentes detalles del suceso y con intensidades distintas. Y unas gafas cuyas lentes están constituidas por creencias, valores, intereses, experiencias, expectativas, etc., diferentes, que generan una distorsión o coloración distinta de las de otros observadores del mismo evento.

Esto mismo sucede cuando visitamos el pasado, como acabo de hacer yo con ese recuerdo.

Lo que mi memoria recuerda hoy del suceso es distinto de lo que recordaba la semana o el mes siguiente al mismo. Y yo soy, conforme pasa la vida, una persona diferente a la de 1972. Los ojos y las gafas de entonces son diferentes a las de ahora, y así lo es mi interpretación del suceso.

Por ello puedo concluir que:

Mi pasado no es lo que sucedió,

sino lo que re-interpreto en el momento presente

 

La persona que era entonces valoraba el suceso como una gran p _ _ _ _ _ , generadora de dolor, indignación y rabia. Todo ello negativo.

 

Ellos eran los culpables de mi problema,

y yo elegí, por tanto, ser víctima

 

Mientras que la persona que fui más tarde valoró, y agradeció, la oportunidad que significó aquel suceso. Todo ello positivo.

 

Aproveché la oportunidad, aprendí de la vivencia,  gané auto-confianza,

y devine más poderoso

 

Pensamiento que me inspira este otro, aún más poderoso:

 

Puedo cambiar la persona que soy ahora,

declarando la persona que quiero ser en el futuro,

¿y también re-interpretando la que fui en el pasado?

 

¿Cómo respondes tú a ese interrogante final?

¿Tienes alguna deuda con tu pasado?

¿Para qué te sirve?

 

Jaime Bacás, fundador de EXEKUTIVE Coaching

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